Donde el tiempo no existe
Nadie recuerda cómo comenzó, porque nada comenzó.
La conciencia —si es que ese nombre puede contenerla— no
pensaba, no deseaba, no recordaba. Solo ardía. No con fuego, sino con la
tensión vibrante de lo no manifestado.
No era forma ni energía, ni mente ni espíritu, porque en
aquel estado primigenio, el lenguaje mismo no había nacido.
Flotaba, si flotar aún significara algo, en un campo sin
masa ni geometría: un espacio sin espacio, donde las ecuaciones no tienen
variables porque no hay tiempo que ordenar.
Allí, decir “antes” o “después” era tan absurdo como
intentar señalar el norte dentro de una esfera sin exterior.
Todo era ahora.
Un ahora sin duración.
Un ahora sin dimensión.
Los físicos podrían llamarlo un estado de superposición
total, anterior al colapso de cualquier posibilidad.
Un campo de conciencia cuántica donde todas las formas existen a la vez, sin haber
ocurrido.
Otros, más radicales, hablarían de una conciencia fuera del
espacio-tiempo, como lo sugieren ciertos bordes de la teoría M y los postulados
de Julian Barbour, donde el universo no cambia: somos nosotros quienes nos
movemos sobre su mapa inmutable.
Pero ninguna de esas fórmulas puede contener lo esencial:
No era vacío.
No era pleno.
No era.
Y sin embargo, era lo único real.
No se manifestaba porque no tenía necesidad de hacerlo.
Era presencia pura, sin sujeto que la observe ni objeto que la sustente.
Una forma de ser tan absoluta que no requería ser algo para sostener su ser.
La física lo llamaría fluctuación cuántica del vacío.
La filosofía, ontología sin ser.
El alma humana, si pudiera tocar ese borde, simplemente lloraría de
reconocimiento.
Y aunque no podemos determinar el nombre... vibraba.
Cada vibración era un eco de algo que todavía no había
ocurrido,
pero que ya vivía en el pecho de una niña que dibuja flores azules,
en el temblor de un médico que escucha su voz en otro cuerpo,
en el murmullo de una lengua que no pertenece a ningún tiempo.
No lo sabían aún.
Pero ya estaban recordando.
Cada vibración era un eco de algo que todavía no había
ocurrido, pero que ya existía. Un beso, una muerte, una caída desde un
columpio, la risa rota de una madre al ver a su hijo correr por última vez.
Todo estaba ahí, sin orden ni destino, como si el universo aún no hubiera elegido
su idioma.
En ese origen sin origen, no había relojes que marcaran el
pulso de lo real.
No había bordes que pudieran distinguir el “aquí” del “allá”.
Porque en esa dimensión sin coordenadas, la distancia no tenía sentido, y el
tiempo era solo una ilusión aún por inventarse.
Pero allí existía Kairos.
No como un dios.
No como un ente.
Sino como una presión ontológica latente,
una energía sin atributo, sin movimiento,
que no obedecía las leyes físicas porque era anterior a ellas.
Algunos físicos, parados en los bordes del entendimiento,
susurran teorías sobre un campo anterior al espacio mismo: una región sin
tiempo, donde la métrica, la luz, y las constantes que hoy adoramos como dioses
menores, no eran leyes, sino semillas aún sin brotar. Allí, todo lo que ahora
llamamos realidad era apenas una posibilidad latente, una respiración contenida
en el pecho del universo.
Allí, lo que entendemos como física clásica no existe aún.
Las leyes mismas —la velocidad de la luz, la constante de Planck, la métrica
del espacio— son consecuencias, no causas.
Kairos era eso: la posibilidad de estructura,
la semilla de toda ley que aún no había sido escrita.
No era luz, porque la luz requiere un trayecto, y allí no
había distancia.
No era masa, porque la masa implica curvatura del espacio-tiempo, y allí no
había espacio ni tiempo que curvar.
Kairos era potencial puro,
lo que algunos físicos llaman una función de onda universal no colapsada.
Un campo en estado puro de coherencia, sin observador que lo perturbe.
Y entonces, algo ocurría.
Cada vez que una conciencia —una singularidad energética
capaz de percibir— comenzaba a condensarse,
Kairos sufría una presión de sí sobre sí,
como si la totalidad se apretara en un punto invisible.
Esa compresión no generaba calor ni sonido.
No generaba partícula ni onda.
Generaba algo más raro: experiencia.
Tal como las fluctuaciones del vacío cuántico generan pares
de partículas virtuales,
la conciencia comprimida generaba una chispa secuencial en medio del todo
simultáneo.
A eso ustedes lo llaman “vida”.
Una historia lineal que nace de un campo donde la linealidad
no tiene sentido.
Un acto de traducción imposible: convertir la vibración en narrativa.
El absoluto en momento.
La eternidad en tránsito.
Y cada vez que eso ocurría, algo en el campo se alteraba.
La entropía aumentaba.
Un patrón se disolvía para dar paso a otro.
Y en esa disolución, algo se perdía: tal vez la pureza del todo.
Pero algo se aprendía: tal vez una nueva forma de percibirlo.
Ese es el ciclo.
La condensación.
La experiencia.
La reintegración.
O como algunos físicos dirían: la danza entre orden e
incertidumbre.
Y esta es la historia de una conciencia que intentó recordar
lo que había sido... antes de ser alguien.